Antología Tierra Inhóspita: 13 poetas de El Salvador (reseña por Felipe González*)
La antología de poetas salvadoreños, Tierra inhóspita, presenta a trece poetas de distintas generaciones, cuyos nacimientos, para tener una idea, fluctúan entre los años cuarenta y ochenta del siglo recién pasado. Si algunos cuentan a su haber con varios libros publicados, y otros mantienen gran parte de su obra inédita, todos han hecho circular sus poemas por revistas y se han relacionado a grupos literarios e instituciones de cultura. Es decir, en menor o mayor medida, se han involucrado al ámbito literario salvadoreño. No obstante, queda de manifiesto que el criterio que los agrupa apunta más a la calidad de su actividad escritural que a la resonancia de sus nombres. Y eso es una buena señal cuando asistimos a un momento en que, por lo general, el circuito editorial se encuentra en todas partes dominado por la lógica del mercado.
La variedad generacional de este grupo de poetas nos ofrece una visión panorámica de una buena parte de la atmósfera espiritual del siglo veinte latinoamericano, ensombrecido, como bien se sabe, por las intervenciones norteamericanas y las dictaduras genocidas propiciadas por ellas en toda la región. Un claro hilo conductor a lo largo de esta antología, de hecho, lo encontramos en el constante reclamo frente a las injusticias y el lamento por sus atroces consecuencias. Núcleo temático que emerge una y otra vez, con raras excepciones, entre las diferencias estilísticas y las distancias etarias de los autores.
El primer poeta antologado y el más veterano de la serie, Ricardo Castrorrivas (1938), muestra una fina sensibilidad, cuyo tono ingenuo sólo puede ser producto de un oficio tenaz, tanto en poemas amorosos como “Crónicas del amor” y “Ella aparece”, como en el impecable soneto de denuncia “El chaparro”, que da cuenta de la jovial e incisiva repuesta del campesino —en vías de la enajenación alcohólica— frente a las promesas (incumplidas) del gobierno. La crítica social también se percibe en el acento profético de Alfonso Kijadurías (1940), si bien enrarecida por las imágenes alucinadas y apocalípticas de cuño bíblico de su “Tristia”. Sin embargo, sus elevadas reflexiones sobre la historia y el lenguaje consideran la amenaza a la espiritualidad y al sentir poético que supone la instrumentalización de la palabra: “De silencio están hechas las capas del lenguaje, de silencio la llama en que arden las palabras, aún aquellas que perdieron el alma en labios corruptos, hediondas al dorado estiércol de la oferta y la demanda”.
Con Carlos Ernesto García (1960) se introduce un énfasis distinto, que apunta hacia anécdotas más concretas (se mencionan objetos, nombres, lugares específicos), aunque con inquietudes similares. En “Yo no tengo casa” aparece la imagen del padre que se desvivió por procurarles a sus hijos una casa ya pronta a derrumbarse; poema que también puede ser leído como una alegoría de la nación en ruinas —y el padre-gobierno no protege a sus hijos del descalabro—, del desarraigo, del exilio, etc. Lo mismo en el sobrecogedor poema “Sé que estás en todas partes” de José Antonio Domínguez (1963), donde por fin se visualiza la ciudad (el cafetín universitario, la plaza, la catedral), y el hablante camina junto al fantasma del amigo muerto, recordando a los caídos de 1980. En el poema “Padre”, del mismo autor, vuelve a manifestarse la inseguridad, el desamparo por la ausencia del progenitor. En “Viernes con escalera”, Álvaro Darío Lara (1966) se aleja del lenguaje lírico de los anteriores para introducir un tono más recatado y escéptico, desencantado de que sólo existan las pequeñas verdades interiores: “Es inútil, las respuestas no vienen de afuera”. Poeta que reflexiona sobre su labor, da cuenta, en “Luna de marzo”, de los duros momentos en los que con mayor razón se debe continuar poetizando, y cuando la poesía —“La bien amada”— constituye la única instancia de luz: “Después nos deslizábamos / bajo una incesante lluvia de pólvora. / El fin de la noche. Fría. Moribunda. / Amor, amor, ventana única”. El registro hermético y el imaginario religioso de David Morales (1966) tampoco es ajeno a un declarado compromiso con lo terreno, con el dolor y la pobreza; en rítmico verso dice deberse: “A la carne sangrando, a la muerta llorando, / a los niños bajando la estrella, / a la madre cargando el dolor”. Otoniel Guevara (1967), compilador de la antología, destaca con la implacable ironía de su poema “Como estación rasgada por el viento”, donde el hablante las emprende contra su propio oficio, y así el poema se borra a sí mismo: “pobrecito poema / quien te escribe no sabe lo que dice”. Y aún eleva la misma denuncia desamparada de algunos de sus colegas en “Nunca tuve una casa”, en que el hablante exige un hogar: “donde el sol no me recuerde / los cadáveres incesantes de mis doce años”.
Con Kenny Rodríguez (1969) aparece la primera mujer de la antología, y tal vez una tercera sección. Aquí predomina un talante más confesional, o biográfico, si se quiere. En efecto, su poema “Playón” es una suerte de poética bildungsroman que concluye con una dolorosa toma de conciencia, pero también con el reconocimiento de una vocación: “Yo no pude más / de brazos cruzados / ante la noche de mi pueblo, / yo no pude más / y me declaré combatiente de la vida”. Sus poemas amorosos “Resolución” y “Según usted” le dan la vuelta al formato “cortés” masculino y exhiben una ironía ingeniosa(y sensible)mente agresiva. Vladimir Baiza (1970) desarrolla escenas mínimas en torno a personajes entre mítico e históricos (Yamileth, Marco Polo, Lourdes) con la lentitud y la minuciosidad de una descripción cinematográfica; la elección del léxico, el juego de la sonoridad y la aliteración son en realidad notables, aunque se aleje de las temáticas más recurrentes de la antología. Lya Ayala (1973), por su parte, recurre a un registro más sereno, tradicional e intimista, centrándose en las imágenes y las sensaciones; con un manejo cuidado del verso y del vocabulario, destacan sus poemas de amor “Inicio” y “5”. .
En último lugar están los poetas más jóvenes, nacidos en la primera mitad de los ochenta. En la poesía de estos tres antologados se percibe un ánimo eminentemente desilusionado, contra el que ni siquiera la elaboración gozosa del poema parece ofrecer un consuelo. Son elocuentes los últimos versos de “Balada del gran perdedor” de David Juárez (1978): “soy el gran perdedor / nunca pude imaginar el abrigo que cubría tu corazón / en mi reino se apagó toda la luz”. La mirada se repliega hacia una interioridad desolada que no ofrece escapatorias, y el poema sólo da vueltas en torno a su propio círculo melancólico, como en “Como si fuera ayer”: “Todos los días van tomando sabor a domingo / y a fulminante entre los dientes / como si la desgracia sacara su lengua para lamerte la cara”. En el poema “Deseo uno” de Lauri García Dueñas (1980), el desencanto las emprende contra los tópicos de la poesía erótica; a pesar de que la hablante se compare a “una gata en celo”, promete: “no decir / ni pene ni vulva ni cabalgar / ni vagina, ni clítoris, ni orgasmo”. La suspicacia frente a los lugares comunes del erotismo, eso sí, no se traduce en la apuesta por una renovación; la voz parece inmovilizada por una miseria contra la que todo combate resulta infructuoso: “porque todo puede fracasar en el mundo”. El ánimo de estos poemas encuentra su correspondencia en un verso prosaico y seco, correspondencia que finalmente da cuenta de un trabajo bien manejado. El último poeta y el más joven, Vladimir Amaya (1985), viene a cerrar la antología en redondo con una marcada inquietud social, que, sin embargo, como en sus colegas de generación, se enfrenta a una perspectiva gris que detiene cualquier afán emancipador. El único asidero de su impulso parece ser la afirmación del compromiso con los desplazados de un mundo cuya brutalidad ofrece cada vez menos alternativas. El poema “El panadero acribillado” se centra en las patéticas circunstancias del funeral del muerto y en el posterior desayuno de los verdugos que en su impunidad comen el pan hecho por su víctima. Del mismo modo, y consecuentemente, “Mensaje en la niebla para el hermano mendigo” no puede sino limitarse a declarar su solidaridad con el desposeído. La preocupación por la injusticia y la pobreza se mantiene, pero no hay soluciones a la vista, y el desaliento se traduce en el abandono de las utopías.
Aunque he enfatizado el tema social y político que estos poetas han impreso firmemente a su arte, es evidente una diversidad temática que se pasea por el amor, la indagación metafísica o filosófica, la historia, la reflexión sobre el lenguaje y la actividad poética, etc. Tal vez se echa de menos a un poeta con un registro más coloquial y menos grave, con una elaboración más juguetona en las formas, con un poco de humor a lo Nicanor Parra, o con una risa carnavalesca en el sentido bajtiniano del término (risa subversiva, según apuntó el autor soviético). Pero, como sea, resalta en estos trece poetas una entrega sin concesiones a la escritura. Y si bien las distancias generacionales nos muestran a un grupo de poetas en distintos momentos de su desarrollo, comparativamente, la calidad de la pequeña parte de su trabajo que cada uno nos da a conocer, no señala grandes diferencias con el resto. El nivel es alto y parejo en su variedad. Y, como bien dice su antologador, es claro que: “Este grupo tiene en común el profundo respeto por la palabra”.
*Felipe González Alfonso (1980)
En 2003 ganó el Concurso Nacional de Poesía organizado por las Juventudes Comunistas en conmemoración de los treinta años de la muerte de Pablo Neruda. En 2005 y 2008 obtuvo el primer lugar en el Concurso de Cuentos de la revista Grifo, convocado por
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